Después de 12 años decidí renovar la moquette.
Hice un estudio del mercado alfombreril, comparé precios y calidades y, sobretodo, aproveché una lindísima oferta en Norcenter para que el asunto no desbaratara el plan de ahorro familiar.
Llegó el gran día en que la vieja alfombra despeluzada, opaca y visiblemente desmejorada sería reemplazada por una jóven, turgente y mullida moquette del siglo XXI. (Los personajes de esta historia son ficticios. Cualquier parecido con personas de la vida real es mera coincidencia)
Llegó el gran día, decía, en que los rollos voluminosos arribaron en camioncito a mi casa, y, detrás de ellos, los especialistas.
De un vehículo menor descendieron un gordo acostumbrado a tareas heavy duty, y su pinche co-adjutor, o el comicmente llamado "secuaz".
Se asomaron a la puerta con cara de querer destrozarlo todo, a saber, de echar a patadas el vejestorio de alfombra que yo tenía, para colocar la nuevita. La reluciente. La pipí-cucú.
Los muchachos ascendieron a la planta superior pisando firme con sus respectivos borcegos de guerra. Embarraron la vieja moquette y después de redecorarlo todo, sacando muebles al balcón y apilando escritorios, camas y sillas de manera poco convencional, se arrodillaron.
"Acá hay algo mísitico", pensé. Pero no. Fue algo sumamente animal.
El dúo comenzó a arrancar sin asco la moquette desde los bordes. Rompiendo y haciendo tajos a diestra y siniestra.
Debajo, o sea en lo que sería el piso al natural, se veía una superficie gris con manchas de pegamento viejo y rancio. Lindo el panorama..
Decidí dejar a los muchachos solos en su actividad depredadora. No daba que me quedara mirando como hacían de mi casa una penitenciaría. Además, cuando se agachan, los especímenes dejan al descubierto mucho más de lo que un ama de casa quiere ver, por más que ande insatisfecha y reducida en emociones violentas.
Así que me persigné y descendí los escalones como una señora de bien.
La operación destrozos totales duró aproximadamente 3 horas. Seguida de montaje de voluminoso rollo al piso superior con algunos rayones de pared involuntarios, sin pedido de disculpas.
Luego vino el asunto de la colocación. Que para eso habían venido.
Pedido de agua fresca para mitigar el esfuerzo y la sett. Pasada de brazo peludo por frente brillosa para secar transpiración. Cara de "la vida no es bella" y a arrodillarse nuevamente, este vez sobre cemento frío y desprolijo, para el armado de piezas estratégicamente recortadas.
Cacho grande para el centro de la habitación, pedazo menor para las esquinas, cachito mínimo para bordes irregulares.
Y así, gateando y transpirando, por toda la planta alta.
Una vez realizado el encastre vino el remate final: Sin verso a verso y con enérgico golpe a golpe el colocador heavy duty comenzó a dar mazazos abominables a toda la superficie recién alfombrada.
Temí por el cielorraso debajo de la alfombra. Y por los cuadros colgados en la planta inferior.
Luego de 7 horas de trabajos esforzados, el dúo de colocadores me anunció que se retiraban. ¿Cómo, ya se van? ¿Y los muebles del balcón? ¿Y esa pila inmunda de pedazos de alfombra vieja?
Y no, eso no venía con el descuento.
miércoles, 9 de junio de 2010
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